No entendiendo el por qué se han empeñado desde siempre en hacernos creer que el individuo tiene como algo esencial, como algo innato a él, una dimensión religiosa, un sentimiento o deseo de ligarse a un Ser Supremo. Superado supuestamente el discurso teocentrista del medievo y sus vías de demostración (la prueba ontológica, la cosmológica y la físico- teológica) queda más que claro que los argumentos clásicos de la existencia de Dios son una mera fantasía que se eleva a lo más alto mientras la razón duerme plácidamente.
Aún así el motivo de estas líneas no es profundizar sobre la idea de la inexistencia de Dios, sino sobre todo lo que circunda alrededor de la influencia “divina” en el individuo, y que se convierte en carga por ciertas prácticas morales que se han adherido, o mejor, han sido adheridas para perpetuar la presencia de esa supuesta “dimensión religiosa”.
Es decir, en primer lugar, creo que se confunde la dimensión religiosa y la dimensión espiritual. La primera es el producto de la interiorización del desarrollo cultural y simbólico de las diferentes sociedades, de ahí la diversidad de relaciones religiosas que se dan en el mundo y de sus diferentes maneras de constituirse en estructuras formales de lo más variopintas. La segunda, sin afirmar que es esencial al ser humano, no lo tengo tan claro, sí pienso que al menos sería más primitiva en el desarrollo genealógico de la conciencia, ya que para empezar está desprovista de connotaciones morales, es anterior a la puesta en práctica de cualquier rito, dogma, y sobre todo surge de la experiencia autónoma del individuo en relación con el mundo.
Así pues, la dimensión espiritual habría surgido libremente más bien de una necesidad individual de intimismo subjetivo hacia lo que puede considerarse la realización más plena del alma en la naturaleza, esto es, la trascendencia al mundo, la eternidad. Necesidad que por otra parte ya se siente en la época prehistórica y que en nuestro días sigue siendo una constante.
Ahora bien, y he aquí mi pregunta, ¿el porqué se ha insistido en mezclar el deseo de eternidad con la implicación moral de bueno y malo?. ¿El por qué de un Sísifo o de un Prometeo, castigados eternamente por sus actos? y ¿por qué de un Paraíso donde eternamente vivirán los justo?
Veamos, quisiera antes de nada explicarme, en absoluto creo en la vida después de la muerte, ni en Dios, ni en el alma como ente metafísico, más bien creo que el alma es un concepto simbólico, que ha perdurado desde los primero tiempos hasta nuestro presente, que ha sido acuñado por todos aquellos individuos que han necesitado expresar, por cuestiones emocionales o intelectuales, sus deseo de inmortalidad.
Por supuesto es tolerable que existan individuos que de verdad crean en el alma, en una vida supraterrenal, en un Ser Superior, es decir, son cuestiones donde la autonomía juega un papel decisivo, según cada cual para consigo mismo.
El autentico problema viene cuando ese sentimiento tan respetable de trascendencia, a lo mejor más antiguo que el fuego, se estructura formalmente bajo normas, mandatos, deberes, y en definitiva, códigos de conducta que condicionan a los individuos y colectividades hasta la coacción más inmoral.
Aquí ya no hablo de la dimensión espiritual, aquí ya no hablo de las diferentes inclinaciones individuales de los sujetos para la eternidad (el miedo, la plenitud, la inmadurez, el narcisismo, la nostalgia...), aquí nos encontramos con una auténtico bucle, los preceptos de Dios según los hombres a lo largo de la historia, que ha sido asumido por la dimensión religiosa.
Es en el salto de una dimensión a otra donde se origina la desnaturalización del sentimiento espiritual, donde se degrada, donde se asfixia. Ya que de una manera forzada, no natural, se relacionan dos niveles de naturaleza distinta, el místico y el ético.
La mística natural se convierte en religión cuando en nombre de la primera se utilizan valores normativos que pretenden ser guía del individuo para la consecución de su esencia.
A partir de aquí podríamos aludir al caso del hombre de fe, que para sentirse más digno de ella tiene que recurrir al dolor físico mediante la auto lesión, para sentirse perdonado dar limosna o ayunar, y para agradar a su "Creador" emplear el sacrificio humano, animal, o profesar la castidad.
Este tipo de “ser” religioso es el que hay que condenar, el que pudre al individuo con su moral antinatural y retrograda, el que lo sume en una angustiosa búsqueda de lo divino mediante el miedo y la represión, el que piensa que la vida es un valle de lágrimas y en la otra vida será feliz, el que se golpea el pecho mientras se auto culpa todavía no se de qué. Condenarlo y por supuesto a toda institución que lo legitime.